CAPITULO II
El hombre-dijo el Maestro con su calida sonrisa-, el hombre siempre ha confundido humillación con humildad. La verdadera humildad la muestra aquel que sabe quien es y por tanto no necesita vanagloriarse de lo que no es. Si tu estas seguro de ti mismo, no te es necesario presumirlo a los demás y no requieres de su aplauso. El egoísta es el que se siente tan carente y vacío que necesita las alabanzas de los demás, en cambio el que se ama a si mismo, ama su propia naturaleza humana, pues ha descubierto que esta es en verdad grandiosa y en consecuencia ama a sus semejantes, ya que en ellos descubre la misma riqueza que ha hallado en su interior. Por eso el que se ama no se compara con los otros, ni se siente inferior. Por eso el que se ama no se compara con los otros, ni se siente inferior, ni compite por ser superior, pues sabe bien que en esencia todos son uno y el mismo.
El que ama no se enreda con los demás, sino comparte su alegría de vivir, y si su hermano se encuentra deprimido y agobiado, no se hunde con el en la tristeza-pues esto de nada le serviría a ninguno de los dos-; mas bien fortalece su fe y su confianza y la comparte con bondad y con amor. El que ama confía, el que depende duda. El que ama, robustece la fe de sus semejantes en si mismos y les muestra con su ejemplo como caminar. Pero respeta las decisiones de su hermano, pues sabe que, aunque este no lo reconozca, ya tiene en si la grandeza infinita del Ser, que cada quien tiene su propio camino para realizarla y que mas o menos pronto alcanzara la plenitud.
No es Dios el que desconfía del hombre; es este el que duda del Creador, y precisamente por dudar, se siente solo, indefenso, insignificante y perdido. Y como resultado de estos sentimientos, se empeña en defenderse, protegerse y demostrar que posee algún valor. Es esto lo que lo conduce a la guerra, al odio, a generar injusticias humanas, hambre, caos y dolor. Lo que crea todo eso es la desconfianza del ser humano, su ego, que como muralla intraspasable, lo aísla y lo separa de los demás y de su propia esencia, que no es otra cosa sino amor.
Si no hay ofensa en el amor, tampoco resentimiento, y si no hay tal, mucho menos castigo ni venganza. El infierno es el que el hombre crea al creerse separado del Amor. Y en la medida que del Perfecto te sientes distanciado, en esa medida hoy creas, vives y sufres tu propio infierno. Deja ya tu insensatez, que Dios, el Perfecto tiene asuntos más sublimes y grandiosos de que ocuparse que de estar fabricando infiernitos para sus hijos muy amados. Se ocupa del amor, pues no es un justiciero vengativo, se ocupa del gozo y la plenitud. ¿Para que tuviera que crear castigos para aquellos hijos suyos que, por creerse de El alejados viven ya su propio infierno?
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